Decidí dejarte ir cuando te vi feliz en otros brazos que no eran los míos.
Cuando vi que no era la distancia, sino la cercanía que tiene contigo.
Cuando entendí que las palabras por más lindas que fueran, jamás se sentirían igual que aquel cálido beso de quien te extraña.
Te dejé ir cuando ya no había más de ti en este absurdo cuarto donde algún día te tuve.
Porque a pesar de los pocos veranos o de los inviernos, extrañarte nunca fue suficiente motivo para que te quedaras.
Y no es queja. Lo comprendo.
Te mereces todo lo feliz que eres y todo lo que te están dando, simplemente no te voy a mentir. Me duele hasta el alma dejarte ir.
No te vas porque quiera y mucho menos por despecho.
Te vas porque quiero que te amen como yo nunca pude demostrártelo.
Con el tiempo se me quitará la estúpida maña de contarle a desconocidos nuestras historias, dejaré de escribir cosas como estas y podré dejar de ver tus fotografías con suspiros.
Dejaré de tentarme a llamarte y a querer escuchar tu voz por última vez con la estúpida excusa de saber cómo estás y cómo te va en el trabajo.
Y no es que te vaya a olvidar. No tengas el descaro de dudarlo. Mujeres como tú se aparecen una vez en la vida de seres afortunados como yo.
Me cambiaste la vida para bien, me sacaste de un mar en el que navegaba a la deriva.
Me diste luz, me diste paz, me diste la ilusión de volver a existir.
Extañaré cómo hasta ahora todas las veces que toqué tus manos para sentirme en un aeropuerto.
Echaré de menos las veces que te vistas de musa y te desnude en cada verbo.
Te dejaré ir para que nadie sepa lo que siente.
Ojalá tenga la dicha de volverte a encontrar en otra vida.
De ser causalidad en este mundo de destinos fatales y poéticos, de ser camino y recorrerlo hasta que la muerte nos separe.
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